Periodistas anónimos
Actualizado: 23 abr

En momentos en que los periodistas se convierten en noticia ellos mismos cada vez con mayor frecuencia, Guillermo G. Espinosa nos recuerda que “el periodismo nació anónimo” y sólo se comenzó a firmar las historias por una cuestión de orden legal. Con este texto anunciamos la próxima llegada de este autor a las filas de E1 Ediciones, con una obra que abrirá nuestra línea dedicada al periodismo.
El periodismo nació anónimo. En el principio, los redactores, reporteros y corresponsales de la prensa en todas partes no revelaban sus nombres y, si acaso, anotaban sus iniciales discretamente al final de un texto de marras o se ocultaban bajo el manto de un seudónimo. Los más atrevidos llegaron a escribir sus nombres al final de la última columna. Y así fue a lo largo de casi todo el siglo XIX. Aquello de firmar una pieza informativa pasó a ser una práctica regular ya muy avanzado el siglo XX.
Podemos aventurar algunas hipótesis de las probables razones por las que los editores ocultaban su identidad de manera consciente y deliberada, pero en principio habría que observar que esa práctica fue tan generalizada que ni siquiera escaparon a ella los notables casos de Manuel José Quintana y su Semanario Patriótico en Madrid (1808-1809) o José María Blanco White y El Español desde Londres (1810-814); y ni qué decir de Joaquín Fernández de Lizardi y su Pensador Mexicano en la Ciudad de México (1812-1814).
Ellos hicieron los primeros periódicos con la intención de hacer política en España y México y aunque abrevaron del espíritu de libertad de imprenta que permeaba Europa y América –en los turbulentos años de la ocupación francesa de la península ibérica de 1808 a 1814 y del comienzo de la guerra de independencia en la Nueva España, en 1810–, debieron escudarse en la anonimia para difundir la letra de sus mensajes patrióticos; los españoles por la liberación del sometimiento napoleónico y el mexicano por la formación del Estado soberano.
Podría suponerse que la decisión de pasar de incógnito estaba ligada a un tema de seguridad personal y que pudo ser una táctica operativa en tiempos en que la prensa comenzaba a ser un espacio de debate público, pese al ambiente monárquico que prevalecía a finales del XVIII y principios del XIX en casi todo el mundo occidental. Los antecedentes del anonimato intelectual, sin embargo, nos podrían indicar algo más. La práctica del anonimato ha estado presente en la historia intelectual, a través de la literatura, el periodismo y la filosofía política. Véanse por ejemplo los libelos franceses que precedieron a la Revolución francesa de 1789. La mismísima magna obra de Montesquieu, De l’esprit des lois, fue originalmente publicada fuera de Francia, en Ginebra, en el total anonimato, en 1748.
Muchos de los primeros impresos periódicos y los panfletos ocasionales llevaban en el título los barruntos de la revolución política, porque lo relevante no era el autor, sino la convocatoria del cabezal y el contenido: El Despertador Americano del movimiento insurgente de Miguel Hidalgo, hecho en Guadalajara, en 1811; Gazeta de un Pueblo del Río de la Plata a las Provincias Unidas de Sud América, llevado al papel en Montevideo por el chileno José Miguel Carrera, en 1818.
Hasta aquellos primeros años y décadas del XIX, la práctica política era una actividad aislada del público; era asunto de cortesanos del rey que se disputaban los puestos de los pequeños gabinetes y salas monárquicas: el canciller, el amanuense, el ujier. No había actores políticos ni mucho menos esgrima político en una disputa abierta por el poder. Los periódicos republicanos resultaron entonces un medio de agitación que, aunque estaban escudados en el anonimato, eran la novedosa arma de la política (elevando argumentos de libertad) y, a veces, de la guerra (haciendo propaganda subversiva y diseminando proclamas).
Las logias masónicas se habían estado organizando en América en la clandestinidad en el tránsito del XVIII al XIX y al enrolarse en las luchas independentistas y republicanas mantuvieron generalmente sus protocolos de secrecía. Los nombres de algunos editores se presumían o se conocían de boca en boca. Y en el extremo de la indiscreción fueron delatados públicamente. Le sucedió a Blanco White en Madrid, cuando editaba El Español desde Londres, para su mayor protección y garantía de circulación.
La prensa sin firma sirvió para propinar golpes entre los libertadores americanos. Y eso le ocurrió al propio Simón Bolívar. Un periódico de Buenos Aires titulado El Duende (1826-1827) publicó un libelo para desacreditarlo y erigir a algún líder rioplatense a la cabeza de un gran país sudamericano, de una “patria grande”, intentando arrebatar a Lima y Bogotá ese cultivado privilegio. Nada habría de ser sorprendente, viniendo de un periódico que portaba el nombre de “duende”, famosos en América del Sur por ser traviesos y gastar bromas de mal gusto, ocultos en las tipografías y el papel.
La anonimia fue una práctica común en todo sentido. Manuel Torres, uno de los primeros impresores de Montevideo, fundó un semanario de intención política con el título de El Patriota, al que le añadió un epígrafe anónimo en lengua francesa, que destacaba el valor de lo incógnito: “Hay más gloria y más tiempo para hacer cosas comunes y ordinarias, cuando son útiles para el público, que hacerlas brillantes y extraordinarias, cuando no sirven de nada, o cuando se cobra por ellas”. Cuando nacen los diarios y la prensa transitó de medio propagandístico a medio de información, noticias y avisos comerciales –una mercancía–, sus páginas conservaron la práctica del anonimato por razones tan desconocidas como la gran mayoría de sus redactores.
La dócil coerción del derecho pudo ser uno de los últimos recursos para desvelar la identidad de un anónimo periodista. Las primeras leyes de imprenta en el siglo XIX en Uruguay y Argentina, por ejemplo, exigían al impresor tener conocimiento de quién escribía cada texto, porque en última instancia, la responsabilidad de cualquier abuso –difamación o injuria– recaía en el titular del taller y las penas en su contra no solo eran pecuniarias y le obligaban a restañar públicamente el buen nombre del perjudicado, sino también se le imponía castigo en prisión, buscando que el encierro le ayudara a recapacitar por el exceso cometido.
Ningún relato o reflexión sobre el pasado tiene peso significativo si no se le vincula al presente. La firma en los textos periodísticos debe ser entendida en el mejor de los casos como un rasgo de profesionalismo, un compromiso del periodista con lo que investiga, redacta y reporta para el público. No es, como puede suponer algún despistado, un asunto de vanidad, fama y renombre. Salir del anonimato representó un paso hacia la responsabilidad y la credibilidad.
Guillermo G. Espinosa es periodista con estudios en comunicación, ciencia política e historia. Ha escrito reportajes, crónicas y entrevistas acerca de 15 países, incluido México. Cubrió la guerra civil en El Salvador y escribió sobre política, economía y cultura de los Estados Unidos, siendo corresponsal de Excélsior. La historia del periodismo es su especialidad académica.